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COMO DEBEN SER NUESTRAS VISITAS AL SANTISIMO SACRAMENTO

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Nuestras visitas al Santísimo Sacramento deben ser frecuentes y respetuosas..

Nuestro amor a El debe ser el alma de todas nuestras oraciones..

Debemos visitar a Jesús con el mismo espíritu y con idéntica intención que los ángeles, los pastores de Belén y los Magos: para adorarle.

Debemos rogarle a nuestro Salvador con insistencia y perseverancia, como la mujer cananea, pidiendo todos los dones que necesitemos.

Nuestras visitas al Santísimo Sacramento deben ser frecuentes y respetuosas. Debemos entrar en la iglesia donde está presente nuestro Salvador con mucho respeto y, mientras permanezcamos en ella, debemos fomentar una actitud de reverencia, de gratitud, de confianza y de amor. Para que un lugar sea santo, es suficiente con que esté dedicado a dar gloria a Dios. Desde el momento en que se consagra solemnemente para este uso, se convierte en objeto de veneración para los ángeles y de desasosiego para los demonios. Es justo que las iglesias se conviertan en sitios de respeto y adoración para todos los hombres, puesto que, al convertirlas Jesucristo en su morada, se llenan de la majestad y la grandeza de Dios.

La santidad que el nacimiento del Hijo de Dios transmitió a la ciudad de Belén, la santidad que el precio de su Sangre confirió al Calvario, y su Cuerpo Santo al sepulcro..., esa misma santidad se encuentra en las iglesias, e infinitamente mayor. Si no sentimos el santo temor que ese lugar sagrado debe inspirarnos al estar en presencia divina; si cuando nos acercamos al altar no vibramos llenos de admiración, es por nuestra falta de te o por nuestra ausencia de recogimiento. Para asegurarnos la disposición adecuada debemos, antes de entrar en la iglesia, reflexionar en la santidad del lugar y la majestad de Aquel a quien vamos a visitar. Si fuera tan fácil entrar en los palacios de los poderosos y acercarnos a ellos cómo lo es entrar en un templo o una capilla, habría muchos que estarían muy contentos. Pero esos mismos no valoran el privilegio de poder acercarse a Jesucristo a cualquier hora del día.

Nuestra fe debe mostrarse claramente por nuestra reverencia y nuestro profundo respeto en la iglesia donde Cristo esta presente.

Nuestro amor a El debe ser el alma de todas nuestras oraciones.

No debemos olvidar honrar y adorar al Sagrado Corazón de Jesús cada vez que visitemos al Santísimo Sacramento; esta devoción le complace especialmente. Durante nuestras visitas al Sagrado Corazón tenemos que meditar mucho y hablar poco. Un silencio lleno de amor y de adoración, que podríamos llamar el idioma del corazón, es mucho más agradable a Jesucristo que un gran número de oraciones dichas de forma apresurada y volcando poca atención. Su amor ilimitado por nosotros, su bondad, su mansedumbre, su generosidad y su paciencia deben llenarnos el corazón de un amor sincero. Los sentimientos de reverencia, gratitud, confianza y amor a Jesucristo deben ocuparnos casi todo el tiempo.

Debemos visitar a Jesús con el mismo espíritu y con idéntica intención que los ángeles, los pastores de Belén y los Magos: para adorarle. O como los apóstoles, para escucharle enseñar; o como María Magdalena, de cuchillas a sus pies, para llorar por nuestros pecados o para contemplar sus admirables perfecciones; o como los enfermos, para pedir curación. Una de las razones por la que no conseguimos más fruto de esas visitas es porque no nos acercamos a nuestro Salvador con suficiente sencillez y con verdadera confianza.

A veces empleamos el tiempo de la visita en ejercicios donde el intelecto participa más que el corazón, en lugar de depositar humildemente ante Cristo nuestros deseos, enfermedades o las propias debilidades; o, como dijo el profeta, abriendo nuestros corazones y desahogándonos (Sal 62, 9) diciéndole: «Aquel a quien amas está enfermo» (In 11, 3), aquel por quien te has hecho hombre, por quien has derramado tu Sangre, por quien te das cada día en el Sacramento de la Eucaristía, por quien permaneces día y noche en el altar.., ha estado sufriendo una enfermedad durante mucho tiempo y necesita tu ayuda, necesita una gracia especial. O podemos decir con los leprosos: «Si quieres, puedes limpiarme» (Mc 1, 40); Señor, puedes curarme si quieres, ¿por qué no ibas a desearlo? Después de todo lo que has hecho por mi, ¿puedo dudar de que querrás y de que tienes el poder divino ara hacerlo? Otras veces, sentémonos a los pies de Jesús, como María Magdalena, y si no tenemos la suficiente devoción para derramar lágrimas como ella, imitemos su silencio o, si hablamos, que sea para expresar con santo Tomás las muestras de respeto, admiración y amor que nos embargan, diciéndole con fe y alegría «Señor mío y Dios mío» (In 120, 28) y repitiendo a menudo con el centurión romano: «¡Creo, Señor; ayuda mi incredulidad!» (Mc 9, 24). Debemos rogarle a nuestro Salvador con insistencia y perseverancia, como la mujer cananea, pidiendo todos los dones que necesitemos. Completamente persuadidos de que Jesucristo nos ama, de que esta presente en el altar para concedernos sus gracias, de que tiene tanto el poder como el deseo de darnos todo lo que necesitamos, digámosle con confianza: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí.» (Le 18, 38). Y aunque parezca rechazar nuestra petición, cuando no nos responda y pensemos que no nos la va a conceder, pidámosle con mayor insistencia y, como si no percibiésemos su manera aparentemente severa de tratarnos, gritémosle:

«¡Hijo de David, ten piedad de mí!» (Lc 18, 39), sé que no está bien quitarles el pan a los hijos y dárselo a los perros, «pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15, 27). Trátame a mí igual.

Si por nuestros pecados hemos perdido el derecho a que nuestras oraciones sean escuchadas, digámosle a Jesucristo confiada-mente: «Tú, que has prometido solemnemente concederme todo lo que pida en tu nombre, en tu nombre te pido la gracia de corregir esa imperfección que ha dificultado mi progreso durante tanto tiempo, para conquistar esa debilidad que es la fuente de todas mis flaquezas, para adquirir esa virtud que es tan necesaria para mi perfección y salvación. En tu nombre, te pido la conversión de mi hijo, la curación de mi marido, el éxito de este asunto y toda la ayuda que me hace falta en esta necesidad y en esa otra. Tú sabe Señor, que tengo este defecto, que carezco de esa virtud, que debo echarle valentía en la adversidad, moderación en la alegría, fuerza en ciertas ocasiones y siempre tu gracia. Sabes que mi fe es débil, que mi confianza falla a menudo, que te quiero sin fuerzas. De he-cho, apenas siento el deseo de quererte. Concédeme, Señor, todos estos dones, ayudas y gracias, y recuerda, Señor, que has prometido no decir que no a lo que pida en tu nombre. Quizá lo que pido no peligro, y no puedes regañarme, cuando lo que te ruego es tu amor. te gusta y no me lo concedes porque no se lo que pido, pero no hay Llename por dentro, Señor, de amor ardiente, de amor generoso, confiado, constante, genuino, aunque no vaya acompañado de termura ni de emociones. Un amor que me haga amarte únicamente a Ti. Concédeme tu amor y tu gracia, que eso me bastas.

Es un ejercicio muy útil pensar de vez en cuando en cuáles deben ser los sentimientos de Jesucristo en el sagrario al ver cómo la mayoría le olvida y le abandona, e imaginarse que nos está diciendo a nosotros lo que les dijo a los apóstoles cuando muchos le abandonaban: «Muchos de sus discípulos le dieron la espalda y ya no iban más con Él... "También vosotros queréis marcharos?"» Jn 6,67-68). Respondamos, llenos de amor, con san Pedro; «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y. conocido que tú eres el santo de Dios» (Tn 6, 69-70). Para despertar en nosotros un amor grande y para que Jesucristo inflame nuestros corazones de un amor más generoso, podemos imaginarnos a nuestro Salvador formulándonos las mismas preguntas que le planteó a Pedro en el mar de Tiberíades:

«Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?».. Respondamos con san Pedro: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Tn 21, 17). Tú sabes que tengo un enorme deseo de amarte.

Sería bueno que desconectáramos nuestros corazones de todo lo que no es Dios para que podamos decir con frecuencia estas valiosas palabras del Profeta: «¿Quién hay para mí en los cielos? Estando contigo, nada deseo en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen, pero la Roca de mi corazón y mi lote es Dios para siempre» (Sal 73, 25-26). Yo sé, Señor, que eres el camino, la verdad y la vida, y que «los que se alejan de ti se pierden» (Sal 73, 27). En cuanto a mí, oh Salvador mío, he encontrado mi reposo, mi alegría y toda mi felicidad en estar unido a ti y en no separarme jamás. «Para mí, lo mejor es estar junto a Dios. He puesto mi refugio en el Señor» (Sal 73, 28). En Ti, Señor Jesús, pongo mi confianza. Todo mi consuelo estará en pasar el resto de mis días a los pies del sagrario. Y si no puedo estar continuamente presente en cuerpo, iré a ti cada hora en espíritu. Mi tesoro está en este altar, mi corazón estará en el Cáliz, o mejor, mi corazón estará eternamente unido a tu Sagrado Corazón, que de ahora en adelante será mi santuario, mi hogar. «Este es el lugar de mi reposo para siempre; aquí habitaré porque la prefiero» (Sal 132, 14).

Llenos de amor y de confianza, debemos decirle a menudo con gran sencillez, pero con respeto y familiaridad: Estás aquí presente, Señor, con el único propósito de concederme tus gracias; ¿cuál es el obstáculo que impide que lo hagas? Si son mis im-perfecciones, librame de ellas. Cúrame las heridas que me hacen. desagradable a tus ojos. Hasta ahora, no te he amado, es verdad. Lo siento muchísimo y deseo amarte de corazón, y como prueba de mi sinceridad vendré a verte con frecuencia y te pediré a ti, que ves en las interioridades de mi corazón, todo tu amor. Y hasta no estar inflamado de ese amor, no pararé de pedírtelo con sinceridad y perseverancia: «Yo te amo, Señor, fortaleza mía, Señor, mi foca» (Sal 18, 2-3).

Durante la visita, según lo que le dicte la devoción a cada uno, podemos dedicar parte del tiempo a hacer actos de fe, esperanza, adoración, acciones de gracias, reparación y amor, y podemos decir: «Creo, Señor, que Tú estás realmente presente en este altar.

Te ofrezco humildemente todo mi respeto como muestra de que creo en ti. Te doy gracias por quererme tanto como para espera en el altar mi visita durante siglos. Humildemente a tus pies, te ofrezco un acto de reparación por todas las ofensas y afrentas que has sufrido desde la institución de este sacramento. Espero en Ti, Señor, y estoy seguro de que tu Providencia nunca va a fallarme, sino que me guiará en el cumplimiento de tus designios conforme a tu Voluntad. Abreme, Señor, tu Sagrado Corazón, porque es mi refugio. Quiero permanecer en él toda mi vida, y en él dar mi último suspiro en la hora de mi muerte». Para concluir, incluimos aquí un consejo de san Francisco de Sales en su Introducción a la vida devota: Los cristianos rezan muchas oraciones que son muy útiles pero, en mi opinión, no deberían limitarse a una fórmula fija de palabras.

Puedes expresar con el corazón o con los labios lo que el amor te sugiera, porque el amor te proporcionará todas las palabras que necesitas. Hay determinadas fórmulas con una eficacia particular para llenar el corazón de la presencia divina, como las declaraciones de amor que se encuentran en los Salmos de David, las diferentes invocaciones del santo nombre de Jesús y las expresiones de amor del Cantar de los Cantares. Los himnos también son útiles para despertar la devoción, siempre que se proclamen con la atención debida.

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By Jean Croiset, S.J., 1691

Director espiritual de Sta. Margarita Maria de Alacoque

Revision de la traduccion al castellano de 1744 por el Padre Pedro de Penaloza, S.J.

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